Un día en la vida de Ole Kirk
Sobre la mesa aún llena de migas, alguien había dejado unos pedacitos de madera. La luz entraba oblicua por los visillos del comedor y, en su cabeza, latían los nombres de Hans, de Arvid, de Fiona, de Lars, de Aneka… de tantos buenos amigos y amigas que se habían ido a la calle por culpa de aquella puñetera coyuntura. Aquella puñetera coyuntura y él sin un céntimo. Y la empresa cerrada.
Sus ojos se deslizaron un momento por las motas de polvo del tobogán de luz y sus manos se fueron sin querer a aquellas piececitas informes que quién sabe de dónde habrían venido. Con un cuchillo, instintivamente comenzó a vaciar el interior de una de ellas, mientras pensaba en el dinero y en su mujer y en cómo iban a tener hijos en medio de aquella ruina. Su rumia les dio la forma de ladrillos, huecos por abajo y con dos pequeños vástagos en la parte superior. Absortas, sus manos quisieron ajustar los ladrillos entre sí. Le costaba. Se levantó a por una lima. Igualó las piezas. Ahora sí. Encajaban.