La forja

Había comenzado con una empresa convencional de forja. Le fue bien. En los últimos tiempos, trabajaban con él artistas de todo el país. Era meticuloso, preciso, paciente, metódico. Se sabía. Hacía años ya que Clemente y Chema eran sus lugartenientes y Rosa, su hermana, se había hecho bien a la oficina.

Las cosas fueron rodadas hasta aquel encargo faraónico de la administración. En él, Jorge vio una culminación, un punto de llegada, una consecuencia lógica. Y lo asumió.

Después de una tremenda inversión y culminada la obra, el pago empezó a demorarse. De todas partes, empezaron a llegar moratorias y él, sencillamente, no se lo podía creer. Hubo elecciones, cambió el gobierno y nadie, en el fondo, se responsabilizaba ya de aquella deuda que desangraba a su empresa. Clemente y Chema aguantaron muchos meses de mala manera. Eran muy amigos. Pero llegó el momento. “Jorge, tío, ya no puedo tirar más.” De vez en cuando, toman aún algún vino. Miradas incómodas y mucho pesar.

Únicamente quedaron Rosa y él. Para cuando llegó el dinero, se habían trasladado, a duras penas, a un pequeño taller. Habían sobrevivido. Nada más. Pero habían sobrevivido. Había que volver a empezar.